Columnas
De la vergüenza al asombro
Samuel Parra
Mejor lo tecleo rápido para no arrepentirme: soy hombre y confieso que me enamoré de Óscar.
Estábamos en segundo año de bachillerato, en la Preparatoria Rosales, donde estudiaron ex miembros del Colegio de Sinaloa como el Compositor José Ángel Espinoza “Ferrusquilla”, el Pintor Antonio López Saenz y el Doctor Jesús Kumate.
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Corría marzo con aires venideros de Semana Santa, el año 2000 desencadenó una oleada de dudas en mi vida cuando el maestro del Taller de Lectura y Redacción nos ordenó leer El ruiseñor y la rosa, del Escritor Oscar Wilde.
Nombre, ese bato es puñal, no lo voy a leer. Yo tampoco. Me sumé a la negativa de mi compañero Ilich, un cómodo comunista acomodado en los billetes de su papá. Pues lo tienen que leer o reprueban el mes, sentenció el profe. No nos quedó de otra, la homofobia lectora de ese momento se apoderó de mí. ¿Qué pasaría si mi papá se entera? ¿Me voy a volver gay por leer a este cuate?

Mis antecedentes con la comunidad LGBTTTIQ eran vagos cuando tenía 17 años. Bullían otros tiempos, no se penalizaba mofarse de ellos en Mazatlán y menos en Sahuayo, Michoacán, donde nació mi madre, una población de ultraderecha, con un santo en la familia y varios “arcoíris” en el closet.
Sólo había dos librerías en Mazatlán, la Aquamar, en Playa Sur y Cristal, en la Gran Plaza. Vivía en la Colonia Centro y la primera opción resultó la más cercana. El dueño impartía clases en la Facultad de Ciencia Sociales de la Universidad Autónoma de Sinaloa, años después sería mi maestro de Dibujo. Con cierto temor a ser descubierto por alguien más, le pedí el libro El ruiseñor y la rosa. Me lo entregó en una bolsa de plástico color negro, como si hubiese comprado toallas sanitarias. A la fecha siento vergüenza de contarlo, pero un servidor era muy iluso, inocente, aunque mi abuelo materno diría pen…jo, su grosería favorita.
Los amores fugaces se escurren en el primer beso, este encuentro con Óscar ocupó varias hojeadas del libro para convencerme de que no vivía una aventura idílica sino un romance platónico con el escritor irlandés. Qué manera de hacerme sufrir, sinceramente.

La primera experiencia lectora es irrepetible e insaciable. ¿Por qué el ruiseñor tenía que pagar las consecuencias de una pasión ajena a él? Jamás imaginé visualizar la languidez de mis sentimientos a causa de un cuento. No exagero, a esa edad ni un beso robé, conocía las fantasías sexuales del canal Golden Channel y las noches de climas en Cinemax a la media noche pero que un libro me drenara las lágrimas jamás.
Una semana después entregué mi tarea al maestro. Tuvieron que pasar dos años para reencontrarme con Óscar y leer La balada de la cárcel de Reading, a mi criterio, su obra cumbre. Es un poema donde el lector afina su corazón, si se lo permite, para escuchar el tamboreo de unos dedos contra las frías paredes de una cárcel que habitó Wilde en Francia, antes de morir. Ahí aclamó su pasado sin arrepentimiento siendo el amor a un hombre su escudo protector.
El 8 de diciembre del 2001 ocurrieron varias cosas alrededor de mi experiencia lectora. Se cumplían 19 años del homicidio contra John Lennon, a manos de Mark David Chapman, afuera del edificio Dakota, allá en Nueva York por 1980. Para conmemorar esta pérdida en el ambiente musical mundial, Ricardo “El Cayo” Urquijo González y Héctor “El Gordo” Mendieta, organizaron el Festival “John Lennon Memorial”.
El primero, era director del Teatro Ángela Peralta, el segundo, fungía como dueño del café y restaurante Altazor, cuna de eventos bohemios como lamentablemente no hay otro igual a la fecha. Este evento se realizó en la Plazuela Machado, ubicado en el Centro Histórico de Mazatlán. Asistí al “toquín” con varias amigas y camaradas de la universidad, cursábamos el primer año en la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación, en la UAS.
Esa noche me topé con una muchacha, Georgina Martínez, quien era reportera del periódico Noroeste. La conocí dos meses atrás en una conferencia que impartió en mi escuela, habló sobre el periodismo cultural y sinceramente quedé prendido de sus palabras. Yo le confesé mi interés por trabajar en el periódico, ella me animó a escribir algo, llevarlo al medio de comunicación y esperar la decisión del editor para saber si podía formar parte del equipo.



El 8 de diciembre nos reencontramos en la Plazuela Machado dándome la buena noticia, ya era oficialmente el nuevo “vete por las cocas”. Fue mi casa editorial por 10 años. Pero lo mejor de esa noche ocurrió después, sobre un tendido de libros encontré un ejemplar de La Tumba, la primera novela de José Agustín, el segundo libro que transformó mi vida.
Todavía conservo los periódicos de un momento muy especial, el domingo 27 de febrero del 2005 salió publicada una entrevista que le hice al autor citado, que lamentablemente falleció el 16 de enero del 2024. La charla ocurrió el sábado 26 de febrero, en el Altazor, desayunamos juntos. Le recomendé una Ensalada de Marlin, no recuerdo si le gustó, pero sí tengo bien presente que le “bajé” un cigarro. Esos son para hombres, advirtió serio José Agustín. Pues qué soy yo. No sé mano, eso respóndelo tú. A la primera bocanada me ahogué, hice el ridículo frente al escritor por jugarle al vivo. La marca de cigarros era “Romeo y Julieta”. Julio Cortazar fumaba “Gladiadores”, que también le tumbé varios a mi maestro el Escritor Jacinto Rodríguez Munguía, allá en la Ibero, en el 2009 pero un servidor tenía más callo en la fumarola.
Conocer al autor de La Tumba dilapidó miedos que no me permitían crecer en lo emocional, fui más abierto a la vorágine del mundo que nos rodeaba con todo lo que nos arrojaba la internet. Hizo que despertara mi capacidad de asombro, algo vital para contar historias, pero aún más en la vida de un lector.
Hoy, 09 de octubre, disfruto la paternidad, una pequeña de nueve años es maestra dándome lecciones de vida todos los días. Es mentira si les digo que ella es una gran lectora, intenta serlo poco a poco. Lo real es que le encantó cuando le conté la historia de unos pequeñitos jabalíes bebés que nacieron con hachitas clavadas en la frente. Dámaso Murúa.