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«Cuando nacemos, ya traemos la muerte escondida en el hígado o en el estómago,  o acá, en el corazón, que algún día va a pararse; o puede estar afuera, sentada en algún árbol que todavía no crece pero que te va a caer encima cuando seas viejo”, Macario, B. Traven.

Ignacio López Tarso traía la muerte escondida en los pulmones, y ésta tardó 98 años en hacerse presente, en apagar su vela con un suave soplido. El protagonista de “Macario” fue pieza clave de la Época de oro del cine mexicano, de la televisión,  pero sobre todo, del teatro, su gran pasión.

Hoy se despide de los escenarios con un largo aplauso, de pie, mientras cae el telón de la historia de su vida.

En últimos años, las únicas quejas del protagonista de “Macario” eran no poder escuchar bien las obras de teatro a las que asistía o los achaques que lo hacían bajar de escena e ir a revisión médica. De allí en fuera, evitó salir del teatro a toda costa, y muestra de ello es la cantidad de obras que hizo durante toda su vida.

En cada entrevista hablaba con tremendo orgullo de los montajes que lo hicieron crecer como actor, que lo plantaron en escenarios de las poblaciones más alejadas  del país o los de mayor prestigio, como Bellas Artes, y siempre tuvo nostalgia de la que consideró la mejor etapa del teatro en México: la de los teatros del IMSS, en los 60, que establecía que la seguridad social tenía que incluir necesariamente a la cultura.

A través del teatro, López Tarso fue todos los hombres del mundo y de la ficción. Fue Edipo Rey, Hipólito, de Eurípides; Moctezuma II, Nezahualcóyotl, Cyrano de Bergerac, Juan Pérez Jolote, Tomás Moro, Macbeth, Francisco Gabilondo Soler. Hizo Don Juan Tenorio, El Rey se Muere, Un Hombre contra el tiempo, Un Picasso, El Cartero, 12 hombres en pugna y fue Macario. Se convirtió en el  Fulgor Sedano de Pedro Páramo y una infinidad de personajes.

Aunque nunca se consideró una persona creyente, la religión marcó su vida actoral y varias veces se topó con  coincidencias divinas, con milagros teatrales.

Nacido en una familia de escasos recursos, su única forma de  acceder a la educación fue entrando al Seminario Menor de Temascalcingo (Edomex). Allí, un seminarista llegado de Estados Unidos creó un pequeño grupo de teatro para representar obras religiosas y López Tarso fue de los primeros en alzar la mano. Poco antes  había visto alguna obra con su familia, pero a los 13 o 14 años conoció, por primera vez, lo que era actuar, pisó por primera vez un teatro del pueblo, conoció sus entrañas y supo de las muchas formas en las que el público agradece una obra que lo conmueve. Hizo autos sacramentales como El Mágico Prodigioso, de Calderón de la Barca, y El divino Epitalamio, de Francisco Juberías. 

Actualmente, el teatro de Temascalcingo, donde actuó por vez primera, lleva su nombre.

Años después, ya como actor profesional y miembro del Teatro Clásico Español en México, López Tarso actuó de nueva cuenta en “El mágico prodigioso” y  “El divino Epitalamio. Una gran coincidencia”.

“Los autos sacramentales  son maravillosos porque los escriben genios de la literatura clásica, como Lope de Vega y Calderón de la Barca. Yo admiro la literatura y la literatura sí me lleva por el camino de la religión  pero no soy religioso (lo digo con todo respeto).

A lo largo de su carrera, el artista trabajó con referentes del teatro, del  cine y del arte en México: Con Salvador Novo, con Julio Prieto, con Seki Sano, Sergio Magaña, Rodolfo Usigli, Celestino Gorostiza, con Álvaro Custodio, Joseph Papp (de Broadway) y con Alejandro Jodorowsky, también con Roberto Gavaldón, con Luis Buñuel y con Leonora Carrington. De muchos también fue amigo, como de Xavier Villaurrutia, quien además, le abrió las puertas de la naciente Escuela de Arte Teatral de Bellas Artes para que iniciara una carrera llena de viajes e historias.

Antes de ese encuentro, cuando López Tarso tenía 17 años y no intuía el rumbo de su vida, abandonó el seminario por falta de fe. A los 18 hizo el servicio militar  (en 1943) y terminando se fue de bracero a California, por ahí de 1945. En esa época el teatro dejó de figurar para él, y en el mundo, terminaba la Segunda Guerra Mundial.

Poco después de llegar a EU tuvo un terrible accidente. Se cayó de un árbol de naranjas y se golpeó la espalda con las cajas, rompiéndose tres vértebras. Recibió la mínima atención médica y lo mandaron a México con un corsé, convaleciente. Al llegar aquí, su padre buscó ayuda médica y tuvo que pasar 8 meses en una cama de tabla para poder ser operado. Después de eso, pasó otros cuatro meses acostado para volver a caminar, algo que llegó a pensar que no ocurriría.

En su condición, recurrió a la música y a los libros, comenzó a leer no el teatro, sino la poesía de Xavier Villaurrutia. En cuanto pudo caminar y estuvo recuperado, en 1948, leyó en el periódico sobre la Escuela Teatro de Bellas Artes.  Entre los maestros aparecía Villaurrutia, por lo que fue a buscarlo para que le firmara el libro con sus obras completas que él había leído en su convalecencia.

“Villaurrutia, sobre todo, era un gran poeta, y es así como yo lo admiro más. Fue un muy buen maestro mío pero se lo dije: maestro, usted más que escritor de teatro, más que maestro y conocedor de teatro, usted es un gran, pero gran poeta, al que admiro muchísimo. Y a eso iba yo, a pedirle un autógrafo porque me había gustado mucho su poesía. Yo no le hablé de sus obras de teatro ni nada. Él fue el que me habló de teatro y me dijo “quédate a mi clase, ven de 5 a 9”. Era en el tercer piso de Bellas Artes y empecé a llegar allí todos los días a escondidas, todavía ni siquiera era alumno de la escuela de teatro. El maestro me apoyó, me presentó con los demás maestros, con Novo, con Clementina Otero. Eso fue muy valioso, mi amistad con el maestro Villaurrita. Todavía  tengo el libro que le llevé a firmar, me dijo ‘déjalo allí, yo te lo firmo después’, y hasta ahorita estoy esperando que me lo firme algún día”, dijo a este medio en 2020, durante una de las pandemias que más afectaron el arte en México y el mundo.

Para él, sus papeles más importantes y amados en el teatro fueron en las obras  Macbeth, Moctezuma II, Edipo Rey y El Teseo, de Hipólito.

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