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Hasta ahora, y mire que motivos hay de sobra, no se había generado un apoyo empático, tan numeroso y espontáneo hacia un periodista como el que recibe, merecidamente, Carlos Loret de Mola. Hablo, desde luego, de nuestra era digital con el singular peso y presión que ejercen las redes sociales.

Y es que el asunto no es menor, nada menor: el titular del Ejecutivo le pintó a Loret y a su familia una diana en la espalda. Vamos, ni siquiera fue una amenaza velada, sino un ataque directo y artero porque se hace desde el poder casi omnímodo que detenta sin ningún freno ni pudor el Presidente. ¿Que para su «defensa» era necesario violentar al menos cinco rubros de la ley? Pues se violentan y ya. ¿Que es preciso para el mismo efecto salir en la mañanera y soltar unas cifras fantasma aunque sean mentira? Pues se miente, cuál es el problema. ¿Y si le preguntan de dónde obtuvo semejantes datos, desde luego privados, sean reales o ficticios? Fácil: del «pueblo bueno», que le hizo llegar una hojita infame llevada por el viento de febrero.

La notoria ausencia de un equipo sólido de asesores o el silencio de los pocos con algunas luces permitió que el Presidente violara reiteradamente la ley y lanzara un boomerang que hizo lo que la física señala: regresó, con fuerza, a su dueño. Eso nadie se lo dijo y si se lo advirtieron, lo desoyó porque en su mundo eso que llama el pueblo bueno siempre tiene la razón y coincidentemente ese pueblo bueno es él y sólo él. Así que otra vez tuvo un ramalazo de realidad que nadie, ni Loret mismo, hubiera esperado.

Las que llamó benditas redes sociales porque mediante sus operadores podía incidir en ellas, le demostraron que de ninguna manera obedecen a sus deseos. Y todo ello, en un contexto por demás complejo con el asesinato impune de varios periodistas que, en promedio, arrojan la espantosa cifra de uno por semana en lo que va de este año. Además del hallazgo de que personas con cierta voz pública aparecieron en la nómina del gobierno que dice dirigir. Y para acabarla de joder, con algunos dibujantes que pese al ominoso clima se burlaron del peligro que corre el periodismo mexicano.

Aún no salía de los descalabros diplomáticos recientísimos por sus muy cuestionables nombramientos cuando se destapó el escándalo doméstico de la hoy famosa Casa Gris que olía a gas a miles de kilómetros. Su primera respuesta, quizá bajo la consideración de que al cabo los gobernados se tragan todo lo que les pone, fue uno de sus clásicos: «Al parecer, la señora tiene dinero». Y ya, a otra cosa que aquí no ha pasado nada. Pero sí había pasado y en pocas horas aquello que se pensaba doméstico se volvió de interés internacional cuando los involucrados en Estados Unidos iniciaron una indagatoria para ver qué demonios había detrás de aquel flagrante conflicto de intereses.

Hasta ahí aguantó, y lejos de echar a andar la maquinaria del control de daños, hizo justo lo opuesto, o sea lo que hace siempre: culpar a otros, en este caso a otro, a Loret, de sus males. Y con la exhibición de números sacados de su propia chistera aparte de poner el riesgo la integridad de Loret y sus allegados, encendió la mecha que le faltaba a esa reacción química altamente explosiva y que ya no hay manera de apagar.

El daño en contra de Loret y del periodismo nacional al completo está hecho. Pero también es ya irreversible el daño autoprovocado. En el Amloverso que habita el titular del Ejecutivo sólo una persona podía hacerlo caer: él mismo. El boomerang envenenado, sorpresa, regresó.

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